El viernes 6 de mayo, armados con nuestras mochilas, los deliciosos bocadillos de milanesa de ternera que nuestra “mamá del fin del mundo” nos había preparado, y por encima de todo, una buena dosis de paciencia que claramente íbamos a necesitar en esta etapa del viaje, emprendimos el periplo por La Patagonia a bordo de un autobús de once horas que nos llevaría desde Ushuaia hasta Río Gallegos. Una vez allí podríamos cambiar de medio de transporte para, cuatro horas más tarde, llegar a nuestro destino: El Calafate. Como muy bien recordaréis la ida la realizamos en un avión que no tardó en cubrir dicha distancia más de una hora. Varias fueron las razones que nos empujaron a elegir el medio de transporte más popular: el coste sin duda alguna fue capital en la elección, pero la posibilidad de disfrutar del paisaje que La Patagonia escondía nos acabó de convencer.
Ushuaia: en familia en el fin del mundo
Dos días antes de volar a Ushuaia desde Buenos Aires nos llegó un mensaje un tanto confuso con información actualizada sobre nuestro vuelo: por un lado saldría media hora más tarde y por otro, y esto era lo realmente inquietante, duraría dos horas más… Este tiempo extra en un vuelo que no había alterado su condición de directo y que inicialmente se preveía de tres horas de duración era cuanto menos difícil de entender: o bien se habían equivocado en el cálculo inicial, algo inverosímil, o bien nos iban a montar en un avión con motor dudoso y contaban con que tuviéramos que llegar planeando, algo terroríficamente verosímil en la mente de uno de los peanuts… Todo el misterio se aclaró el día del viaje cuando al llegar al aeropuerto pudimos leer en las pantallas “Buenos Aires – Ushuaia vía El Calafate”. ¡Aha, así que sí que había escala! El peanut temeroso quería confirmar que efectivamente podía descartar la hipótesis del planeo y en el mostrador de facturación preguntó si efectivamente había una escala en El Calafate: “No es una escala señorita, es una parada. Algunos pasajeros bajan y otros suben pero ustedes no cambian de avión”. Habiendo encontrado explicación al tiempo añadido, en ese momento no llegamos a asimilar la aclaración en su totalidad.
Una promesa cumplida…
Esta historia comienza con una despedida de esas que partían el alma. La despedida a un hijo y hermano que embarcó hacia la Argentina de la época dorada en busca de un futuro mejor que el que le ofrecía una España gris. Una despedida de esas que se temían para siempre y que dejaban un vacío imposible de llenar. En este caso el vacío invadió los rincones de un pequeño piso de Castro Urdiales, Cantabria, marchitando los corazones de todos sus habitantes.
Un hogar en Buenos Aires…
La tranquilidad de un Uruguay en temporada baja sumido en una prolongada alerta roja por lluvias que nos había empujado sin remisión al turismo gastronómico, contrastaba drásticamente con la energía y la vida que desprendía Buenos Aires. Una ciudad en la que no tardamos en sentirnos como en casa.